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El segundo largometraje de Mercedes Álvarez es una suerte de ensayo sobre la vida de los objetos. Los vemos nonatos (una convención inmobiliaria que oferta propiedades aún no construidas, en lugares lejanos) o bien en los últimos momentos de su vida útil: el desguace de una casa familiar y el derrotero de lo que allí había generan una secuencia silenciosamente emotiva, ante la que es difícil quedar indiferente. Además hay objetos inmateriales, los sueños, que pueden aparecer en la forma de modernos seminarios de mercadeo y autoafirmación. Y los símbolos, que sirven para dar valor pero pueden comprarse y venderse por sí mismos, en una ceremonia donde lo único que no se ve es el objeto de la operación. También está lo que generalmente no imaginamos como objeto pero de alguna forma también lo es. Todo puede cambiar de dueño. La consigna es la circulación permanente y la nostalgia, un resabio de debilidad que remite a un estado anterior del desarrollo humano. De todo eso habla, con encuadres soberbios, esta película.